Hoy me he despertado con la palabra negritud dando vueltas y vueltas en mi cabeza.

Dejo a lxs teóricxs de lado, junto a mi yo de ayer y de mañana.
Y es que hoy siento que la negritud es ese espacio donde millones de personas desconocidas, diaspóricas o no, nos hacemos familia y la familia es lo más importante. Donde yo existo y tú existes. Donde yo y tú importamos. Donde todos esos granos esparcidos por el mundo se hacen granero. O un inmenso desierto. Negritud es un complejo árbol genealógico del que todxs nosotrxs formamos parte, y del que a pesar de la diversidad de ramas, todxs tenemos unas raíces comunes que no siempre alcanzamos a ver. Negritud es unidad. Es poder. Es la aceptación y valoración del yo. Es pureza y belleza en todo su esplendor. Rebeldía en lugar de docilidad y sumisión. Es la base para descolonizar nuestras mentes.

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Negritud es algo que va más allá de la cantidad de melanina, del rizo o de los rasgos faciales. Es cultura, son costumbres, ritmos o memoria histórica que el cuerpo y la mente pueden llegar a recordar a pesar de haber socializado en entornos predominantemente blancos al entrar en contacto con otrx hermanx. Porque negritud es ese sentimiento especial de pertenencia. Pertenencia a menudo surgida a raíz de otro sentimiento de rechazo, pero también de similitudes, de experiencias comunes o de una comprensión mutua. Negritud es un sentimiento de intimidad. De complicidad. De libertad.

Negritud soy yo siendo sujeto activo. Yo, siendo consciente. Yo, negándome a ser construida a partir de la blanquitud. Soy yo finalmente teniendo voz.

 

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